Por Gabriel Mejía Martínez
La juventud: el brillante futuro del mundo, el camino a un cambio real y próspero, y la principal razón que puede terminar destruyendo y degenerando siglos de progreso y trabajo en sociedad ¿Bastante presión, no? Como joven, me es imposible negar el sentimiento a veces abrumador que surge de ambas nociones que, sin ser infundadas, pueden ser en extremo limitadas y peligrosas para mi grupo poblacional, tan volátil y tan fundamental.
Es lógico que haya un fuerte énfasis mediático, académico, político, económico y social en resaltar y comprender la variedad de problemas que la juventud puede experimentar o generar a nivel de sociedad. Precisamente por la oferta y demanda de dichos análisis, es crucial que al evaluar dichos problemas se busque y mantenga cierta claridad frente a la profundidad del término. A priori, se puede ver como una mera denominación o clasificación demográfica, mas este también abarca lo que la juventud representa como experiencia social, biológica, emocional y psicológica. Y ahí, precisamente, yace uno de los principales problemas en los que la juventud se ve englobada: la tendencia pronunciada a reducir a la juventud a dos características fundamentales (pero no únicas) que, además, se plantean como opuestas. Una es la experiencia biológica: impulsiva, pasional, insolente, empírica, valiente, curiosa y creativa, fruto de los cambios hormonales y fisiológicos experimentados en la pre-adolescencia y la adolescencia en especial. Esta aproximación biológica clasifica como joven a todo aquel entre los 18 y los 25 años más o menos, aunque la ONU, con fines estadísticos, reconoce como tal a todo individuo entre los 15 y los 24 años. La segunda característica es la experiencia psico-social: confusión, incógnitas, dudas existenciales, de emociones extremas, lecciones de vida y creación y ruptura de vínculos sociales (reales y falsos) a través de la cual descubrimos quiénes somos.
La experiencia biológica se plantea como justificación incondicional a todo tipo de actos cuestionables, impulsivos o destructivos según algún orden ético-moral o para nosotros y nuestra consciencia. “Eso es que está pelao”, “cómo va a esperar más”, “eso es normal”, “déjelo que así son” son frases que solemos escuchar de forma casual y sutil, pero que traslucen una percepción social superficial de la juventud. Esa percepción se ve reflejada, por ejemplo, en la promoción y validación “cultural” de la sexualidad desenfrenada y materialista, el consumo de drogas sin mayores limitaciones ni criterios y el amor como experiencia instintiva, impulsiva y desechable. Casos como el de los eventos realizados por la alcaldía de Daniel Quintero en Medellín, a través de las “semanas de la juventud” y sus diversas publicaciones en redes.
Esas y muchas más son las estrategias e ideas que se nos venden de forma organizada y premeditada fruto de una visión de la juventud y eventualmente amarrándola a esos estigmas que de por sí no la representan. Estas posturas no parecieran hacer más que señalar y promover una tendencia “propia de la edad”. Sin embargo, se prestan no sólo para directamente degenerar diversos principios de integridad sexual, psicológica y emocional, sino para convertir todo actuar juvenil en un acto justificable y en consecuencia, exento de cualquier consciencia e incluso responsabilidad. Y si bien a nivel biológico muchas veces la edad y etapa del desarrollo en la que la persona se encuentre sí son factores determinantes en su forma de actuar, en el caso de nosotros los jóvenes no pueden perder el sentido intrínseco de aprendizaje, de creación de criterio, conciencia y responsabilidad (con uno mismo y los demás) que se nos está quitando progresivamente.
Ahora, lo planteado previamente no pretende implicar que como jóvenes dependemos por completo de factores externos para adoptar criterios y formar nuestra conciencia en vista de sus actos. El ser humano es capaz, al menos parcialmente, de formarlas sin necesidad de una influencia externa, directa y literal e incluso por encima de distintas percepciones sociales. Lo que sí pretende es señalar cómo en la sociedad se está llegando a un punto en que esos procesos, tan importantes para la formación de una persona, se evitan e incluso critican, dejándonos en un relativismo vacío e impulsivo que eventualmente nos estrella con las consecuencias de nuestros actos. Todo esto bajo un pretexto extremadamente limitado y simplista de lo que compone la juventud y su vivencia.
La experiencia psicosocial, de forma opuesta a la impulsiva experiencia biológica, se plantea como redundante, vacilante y dubitativa, cargada de inseguridades que hacen del proceso de descubrir y formar una identidad propia uno muy complejo, difícil y “retrógrado”, imposible de asumir. Por lo tanto, es más fácil para el dubitativo y vulnerable joven ignorar el proceso de conocimiento personal que implica definir una identidad, como si eso siquiera fuese posible. Esta visión descuidada y falsamente facilista se hace evidente en la forma en la que se promueven la identidad y orientación sexual como algo experimental y social, a veces ni siquiera biológico y completamente fluctuante según los cuestionamientos instintivos de un joven que por naturaleza se pregunta sobre su sexualidad y el rol que los demás juegan en ella. Para justificar esa vivencia basada en el libertinaje como atenuante de conciencia y definidor de la única identidad que parece importar —la sexual— se nos reduce a un puñado de sus características, casi siempre reconocidas de forma forzada, fruto de diversas confusiones y a un sentimiento de discriminación que lo encasilla inmediatamente en algún grupo de personas “similares” o que “sufren lo mismo” que él.
Desde la autogeneración de víctimas y victimarios (inexistentes en muchos casos) a la sobrevaloración de preguntas existenciales y triviales como determinantes de la artificial identidad del individuo que se busca promover, las consecuencias a nivel psicológico y social de esa visión tan limitada del joven son tan variadas como sutiles. Aun así, se terminan traduciendo en que, de la mano de la visión “opuesta” del joven impulsivo e instintivo, la juventud ya no puede (ni debe) encontrar su identidad ¿Por qué intentarlo?
Como joven, no sólo me parece preocupante la degeneración profunda de lo que la sociedad parece plantear que es la juventud, sino que me entristece pensar que la búsqueda íntegra identidad basada en la responsabilidad, la reflexión y una moralidad con criterio; de vivir el desarrollo físico como una experiencia consciente y no por eso menos bella; de experimentar el crecimiento emocional de forma íntima, abnegada y con sentido profundo cada vez tienen menos valor en la sociedad en la que vivimos y que nos tocará heredar. Dicha tristeza no es consecuencia de un miedo a que se vuelva imposible vivir esa búsqueda porque creo que no deja de ser una capacidad intrínseca y plenamente alcanzable del ser humano, por la que además no dejaré de luchar. Es más bien fruto de la noción, que a veces parece inevitable, de que eventualmente no quedará valor alguno en vivir con sentido desde jóvenes, y que por eso el presente que estamos llamados a cambiar termine convirtiéndose en el futuro distópico, falso y desechable que más quiero evitar.
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