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Juan José Jiménez Lema

Regresar al planeta silencioso

Por Juan José Jiménez Lema


¿Qué es más útil: un filólogo o un físico? La pregunta, de por sí, ya es bastante rara. Si a eso le sumamos que la gran mayoría no sabrá ni siquiera qué es un filólogo, la respuesta se hace evidente y la pregunta (seguramente, como el filólogo), se vuelve inútil.


No soy ni tan creativo ni tan desocupado (aunque esto lo pongan en duda mis amigos) para hacerme esa pregunta por mis propios medios. Es, en realidad, el tema central de una de las novelas menos conocidas de C.S. Lewis: “Más allá del planeta silencioso”.


En ella, Weston, uno de los más grandes científicos de su tiempo, construye un cohete espacial en el que logra viajar a Malacandra (Marte) con el objetivo de expandir el dominio (y, por qué no, los recursos) del hombre: “la marcha del progreso y el bien de la humanidad y todo eso”. Un hombre enamorado del género humano, pero incapaz de amar al hombre que tiene —muy literalmente— enfrente: Ransom, un filólogo al que secuestra como tributo para los nativos del nuevo planeta.


Así empieza la historia en la que ambos hombres buscarán, cada uno a su manera, volver al planeta silencioso: la Tierra. Uno, lleno de conocimientos útiles, es incapaz de entender el corazón de los seres que habitan Marte. El otro, con la inútil habilidad de analizar el origen de las lenguas (sí, eso hace un filólogo), logra no sólo entender lo que dicen, sino sus espíritus.


La pregunta no es, entonces, entre física y filología, sino entre sobrevivir y encontrar sentido en la supervivencia. Entre avanzar por avanzar, o caminar con dirección y horizonte. Entre amar a los hombres o amar al prójimo. ¿Qué sentido puede tener la filosofía o la teología? ¿Qué justifica el gasto —público o no— en cosas tan innecesarias para la supervivencia como el arte o la literatura? ¿Por qué tendríamos —individual o socialmente— que preocuparnos por la belleza en nuestras construcciones, que no es sino un gasto adicional que no produce utilidad alguna? En épocas de ingenieros y de economistas (entre los que yo mismo me cuento), ¿qué papel serio puede jugar el artista o el poeta? En tiempos de maximización y productividad, ¿cómo justificar la existencia de lo improductivo?


Temo que, en realidad, tengamos nuestra lógica al revés: no es la productividad la que justifica la existencia, sino la existencia la que justifica la productividad. Esta columna busca defender la utilidad de lo inútil, pero nace de la realización contraria: lo útil, para lo que en realidad importa, es bastante inútil.


¿Para qué sirven las humanidades? Sirven para lo mismo que la amistad, o la justicia, o el honor, o la belleza. Sirven para lo que el amor o la poesía. Parafraseando a Lewis, son una de esas cosas que —como el propio Universo—, más que tener valor por existir, dan valor a la existencia.


Dar el alma y la vida por ideales más grandes que nosotros mismos —estoy convencido— es la única forma de vivir con la plenitud que se nos ha dado. Ese es, precisamente, el gran fracaso del utilitarismo moderno: nadie muere y nadie vive por una causa tan pobre como la maximización de las utilidades. No hay mártires de la eficiencia de mercados.


¿Quiere decir esto que debemos desechar el progreso material que el utilitarismo ha traído consigo? Me atrevo a decir que no, precisamente porque lo metafísico justifica lo físico. Podemos, al mismo tiempo, reconocer que no sólo de pan vive el hombre, y que vive, sobre todo, de pan.


La falsa dicotomía entre amar la existencia o existir es eso: falsa. Pero hemos —hemos, insisto, yo de primero— caído de tal manera en ella que las universidades borran de sus pénsums las filosofías y epistemologías, historias y artes y los colegios parecen construir máquinas en vez de personas, obsesionados por la mejor hoja de vida en vez de la mejor vida.


Hemos menospreciado las bases por construir fachadas. Lo que debería ser el centro de nuestra formación —no mera capacitación, sino formación— se ha transformado en relleno. El resultado son miles de personas en todos los rincones de la tierra listas para construir puentes, crear empresas, y analizar datos, pero sin saber por qué. Estamos tan enfocados en cómo vivir que hemos olvidado para qué vivimos.


Es a esa sociedad a la que parece dirigirse Oyarsa —gobernante de Marte— cuando, al final de la historia, intenta dialogar con Weston:


“En tu propio mundo has alcanzado una gran sabiduría acerca de los cuerpos y por esto has podido hacer una nave que cruza el cielo; pero en todas las demás cosas tienes la mente de un animal. (...) Déjame ver si hay algo en tu mente además del miedo, la muerte y el deseo.”


¿Hay algo, en la mente del hombre moderno, más que miedo, muerte o deseo? ¿Qué motiva nuestras vidas, sino esas tres cosas? Pero no todo está perdido, ni puede estarlo nunca: somos herederos de Beethoven y Miguel Ángel, de Pombo y de Austen. ¿Cree alguien que hicieron uso eficiente de su tiempo? ¿Maximizaron sus utilidades? Amaron lo que hicieron (e hicieron lo que amaron) por mucho más que el mero beneficio. Nosotros también podemos amar primero lo que vale la pena. Familia, música, risa, amistad, verdad, justicia, belleza. Ahí está nuestro tesoro.


Ransom fue secuestrado por tomar una decisión bastante ineficiente: salir en defensa del hombre “incapaz de servir a la humanidad, seguro propagador de idiotez” que iba a ser inicialmente secuestrado como tributo. Lo hizo porque entendió —ojalá entendamos nosotros también— esa gran máxima antiutilitarista que la razón no comprende y el pragmático rechaza, pero el corazón ama: “Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos”.

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