Por Luisa Fernanda Restrepo Perdomo
La amistad es cosa seria, hablamos mucho sobre ella y la adornamos con sentimientos positivos de libertad y compañerismo, pero poco hablamos de la amistad que da la vida por los amigos.
Hace muchos años Aristóteles nos dijo: «La amistad consiste en querer y procurar el bien del amigo por el amigo mismo».
En esta frase nos queda claro que a la amistad no se va por la utilidad, sino que a ella vamos para buscar el bien, para vivir el amor. Que una buena amistad nos hace bien y nos hace el bien.
A la amistad no vamos para recibir, vamos para dar; pues bien se ha dicho: nada nos perfecciona más que dar a otro lo mejor de nosotros mismos. Una verdadera amistad es solo aquella en la que damos lo que tenemos, lo que hacemos y, sobre todo, lo que somos.
La amistad no es una recompensa por nuestro buen gusto de elegir y de encontrarnos unos a otros. La amistad es el instrumento mediante el cual Dios nos revela la belleza de los demás y lo que nosotros estamos llamados a entregar.
Por tanto, la amistad es un don y se convierte en un don de nosotros mismos para los demás. Ella supone una extrema generosidad que no seremos capaces de entregar si no estamos profundamente unidos al que consideramos amigo.
Martin Descalzo, en su libro Razones para el amor, nos lo deja muy claro: “ser un buen amigo o encontrar un buen amigo quizá sean las dos cosas más difíciles del mundo: porque suponen la renuncia a dos egoísmos y la suma de dos generosidades”. Por eso dicen que encontrarlo es como encontrar un tesoro.
¿Qué somos capaces de entregar por nuestros amigos? Nuestro tiempo, algunas risas, algunas palmadas en el hombro o algunos consejos… pero, ¿procuramos su Bien? ¿entregamos lo que somos?
El verdadero Bien es entregar la vida y en la medida en que la entregamos, esta se perfecciona, no para nuestro bien, sino para convertirnos en amor.
Se me vienen a la mente historias de personas que han alcanzado ese Bien, pero no hay ninguna tan indiscutible como la de Jesús. Su vida es una existencia para los demás, una existencia que culmina en dar la vida por los otros, comprendiendo en los «otros», a todos, sus amigos y enemigos.
El amor de amistad de Jesús es el que se deja arrojar a la tierra, el que sabe que para dar vida debe desaparecer, el que no reclama continuamente su visibilidad. Es un amor que da su vida gratis sin esperar nada a cambio.
Este amor visto desde las lógicas contrarias de nuestro mundo: dominio y servicio; egoísmo y altruismo; posesión y don; interés y gratuidad, puede enfrentarse a muchas objeciones, pero su camino no puede ser más claro: sirve, se entrega del todo, nos da la libertad de acoger esa vida, no nos posee. El don de su vida no es un desembolso que requiere un pago, es un don sin interés. Un don gratuito.
Él no se limita a señalar la verdadera amistad con palabras, la vive en su propia carne.
Un tesoro como ese es como para vender todo lo demás e ir tras él.
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