Por Esteban Mejía Serrano
Muchas veces me han dicho que es imposible tener amigos cercanos que piensen radicalmente diferente a mí. Incluso me lo había creído, y pensaba que era más fácil quedarme en una zona de confort: todos mis amigos tenían valores e ideas relativamente parecidas a las mías, y las discusiones, si se presentaban, rara vez tenían que ver con algo así. Hasta que entré a la universidad a estudiar Ciencias Políticas.
Constantemente se nos hace un llamado a no incomodar: no hablemos de política, no hablemos de religión, no hablemos de aborto; en fin: no hablemos de temas polémicos. Pero ¿y si en esas discusiones encontramos amistad? ¿y si entendemos que el otro no es mala persona sólo por lo que piensa? Por lo menos yo, estudiando la carrera que estudio, tengo el deber moral de hacerme estas preguntas.
Podría hablarles de la amistad entre Ruth Bader Ginsburg y Antonin Scalia, dos jueces de la Corte Suprema de los Estados Unidos que se ubicaban, respectivamente, en lo extremo de lo liberal y lo conservador, pero de eso hay mucho por ahí. Entonces, prefiero hablar de lo que yo he vivido, concretamente, con una persona: la Roja.
La Roja tiene el pelo tan rojo como su ideología, y yo, si bien me considero liberal en algunos aspectos, soy sorprendentemente conservador para mi edad en otros… por algo ella me dirá que soy un facho tibio. Creo en Dios, soy provida, no voté por el “gobierno del cambio” y co-dirijo una revista cuyas banderas son la Verdad, el Bien y la Belleza. Eso, en una época donde el progresismo es imperante en la juventud, es suficiente para ser mirado con desdén. Hasta que de parte y parte se decide abrirse a conocer al otro.
Ella no cree en Dios, está a favor de la despenalización del aborto y no solo votó por el “gobierno del cambio”, sino que le hizo campaña. Pero esas diferencias no deben implicar que no sea una de mis mejores amigas. Como la Roja misma me dijo algún día, la vida es más de lo que pasa por nuestra mente cuando decidimos ser objetivos. Si nuestras amistades fueran pura objetividad, armaríamos una lista de criterios casi técnicos, unos “requisitos para ser mi amigo” que la gente tendría que cumplir. Sin embargo, como muchos aspectos trascendentales de nuestra vida, la amistad debe ser capaz de huirle a lo técnico para poder valorar a la persona, no sólo a sus pensamientos.
Tengo que aclarar que la Roja y yo no sólo somos amigos, sino que trabajamos juntos, ya que hacemos parte de la dirección del periódico de la Universidad. Pero, antes de ser buenos amigos y compañeros de “trabajo”, digamos que no nos odiábamos, pero ciertamente nos mirábamos con desdén. Recuerdo que después de las elecciones del periódico, en las que ambos quedamos electos para nuestros cargos, fui a darle un abrazo escueto, por pura cordialidad. El abrazo fue bastante incómodo, y nunca olvidaré la cara de pánico de ella al, seguramente, decirse para sus adentros: “me tocó trabajar con este tipo todo un año, qué horror”. Evidentemente no votó por mí, ni yo por ella. Yo también estaba preocupado, pues pensé que tendríamos desacuerdos y peleas de manera constante; ella sería un dolor de cabeza para mí, y viceversa.
Es claro que ni ella ni yo nos imaginábamos que lo que vendría para nosotros sería esta linda amistad; a lo mejor pensábamos que, con suerte, haríamos bien nuestro trabajo sin pelear mucho y cada quien seguiría por su camino después de nuestro año como directores. Pero, ahora, después de estos meses de trabajo, puedo decir que no sólo he disfrutado trabajar con ella y conocerla, sino que admiro su valentía, su carácter y la persona que es. Tal vez no se imagine todo lo que me ha alcanzado a enseñar en tan poco tiempo.
La amistad logra que dos personas que no se querían para nada se amen y se admiren. Logra que se acompañen en un festival o concierto dichosos, y a la vez en los momentos más difíciles. Logra que un tipo como yo, tan cuadriculado para algunas cosas, deje de planear tanto la vida y se dedique a vivirla. Logra que el gomelo —yo— se anime a explorar su ciudad sin tanto prejuicio, a “salir del sur”, como dice ella. Logra que las diferencias políticas y morales se puedan volver objeto de chiste, y no porque no se tomen en serio, sino porque se tiene claro que el vínculo puede trascenderlas.
Entonces, no es imposible tener amigos que piensen radicalmente diferente a mí. Yo los tengo y, sobre todo, tengo a la Roja, y ya no me imagino mi vida sin nuestra amistad entre discordantes.
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