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Santiago Arango Ramírez

Fuego en la caverna

Por Santiago Arango Ramírez



Escondido en su caverna, temeroso de la brisa helada de la noche y de la incertidumbre que emana de las sombras en la penumbra, el hombre no paraba de preguntarse qué había en aquellos luceros que flotaban en el cielo y le brindaban el único atisbo de esperanza, un augurio de que la oscuridad no duraría para siempre: que el día llegaría y con este, la luz.


Vivir escondido de aquel mundo nocturno hacía que las ideas que tenía no pudiesen estar más alejadas de la realidad natural que habitaba en aquella oscuridad. No obstante, como un llamado irresistible convertido en necesidad, lo estaba llamando a salir y conocer con sus sentidos aquella noche a la que tanto temía. Saciar su curiosidad de una vez por todas y ver qué había realmente a las afueras de su escondite. Esa curiosidad lo había llevado a adentrarse en la idea de cómo iluminar la penumbra, buscando, tal vez en su soberbia, imitar al sol, las estrellas y las noches e iluminar las sombras.


Cuando el caos inundó la tierra en forma de una estrepitosa tormenta eléctrica, uno de los rayos cayó seducido por una de las ramas de un gran árbol cercano a la caverna del hombre. Electrificado y en llamas, el gran árbol sucumbió al rayo, y así el fuego sin timidez se presentó en la vida de aquel hombre. Allí tanto él como la llama que ardía en el árbol quedaron embelesados el uno del otro. La segunda sabía qué tal vez podría ser domesticada por primera vez y el primero sabía que, si lograba recrear y controlar a ese fenómeno físico, lograría calentar sus noches e iluminar la oscuridad que lo atemorizaba.


Sumido en la obsesión, el hombre buscó cómo repetir aquella tormenta, y sin fruto, una y otra vez fallaba. Tal vez estaba siendo soberbio, tal vez no le correspondía imitar al sol, ni a las estrellas y ni siquiera a la luna. Tal vez su lugar estaba en su escondite, en esperar con prudencia la llegada del nuevo día. Pero completamente enamorado por la idea del ardor de aquella llama, buscó y desarrolló un método infranqueable para responder esta pregunta y muchas de las otras que surgieron en el futuro del pensar de sus descendientes. Por medio de la observación y el acercamiento empírico a esa realidad natural había logrado conocer el fenómeno, pero, ¿cómo lograría generar la combustión? Él definitivamente no era un rayo y tampoco podía crear tormentas. Sin embargo, sabía que el frotar muchas veces algo calentaba lo que tenía a su alrededor... Una de sus hipótesis (tras muchas otras erróneas) sugirió que, al frotar repetidamente dos trozos de madera, estos se calentaban. Pero aquel calor no era suficiente. Un día inclusive logró oler el recuerdo de su amado fuego emanando de la madera, pero sin fruto una vez más durmió entre la oscuridad. Su hipótesis fue afinándose, y alimentándose de cada intento y un día, cuando la esperanza de volver a tener una llama para sí mismo parecía estar cada vez más lejos, logró encender un larguero de madera a la que le había generado una muesca para frotar repetidas veces un pedazo de madera más duro, y entonces se hizo la luz.


El fuego, ahora domesticado, se convirtió en la llama literal y figurada que encendió definitivamente el poder y la curiosidad del hombre. Ese poder lo había llevado a calentar sus noches, iluminar la penumbra a la que tanto le temía, e inclusive calentar el producto de sus cazas. La “respuesta” a una de sus primeras preguntas lo había llevado a hacerse muchas otras: su curiosidad no paraba de crecer. Ahora en las noches, con tintes naturales que también contaba de sus hazañas y de un mundo que ya no estaba a oscuras en las paredes rocosas de su caverna. ¿De dónde surgía esta nueva necesidad de crear y transformar su entorno? ¿Por qué ahora buscaba ser inspiración para sus descendientes?


La domesticación de aquel amor por el fuego fue, entonces, el principio del método científico, pero también del arte e inclusive del pensamiento filosófico.


Incuestionablemente humano, las preguntas que le heredó a sus descendientes y las que estos se siguen formulando parecen nunca cesar. Su sed por saber es definitivamente insaciable y de vez en cuando vuelve a repercutir una de las preguntas que se hizo aquel hombre de la caverna: ¿acaso nos corresponde imitar al sol y a las estrellas? Un planteamiento que es la base para la rendición de cuentas que ha de hacerse frente a cada avance científico, un predecesor de la bioética y cómo debe estar la ciencia al servicio del bienestar moral de la humanidad y del entorno natural.


¿Acaso nuestra obsesión de contestar todas estas preguntas por medio del método científico nos ha llevado a comenzar a derretir nuestras alas como si fuéramos una retahíla de Icaro? ¿Acaso todas las preguntas pueden ser contestadas por medio de la ciencia?


Pareciese a veces que nuestra sociedad busca en ella la respuesta irrefutable a todo cuestionamiento. Y si bien contiene muchas respuestas y gran parte de la Verdad, es insuficiente para describir el principio creador y el consolidado de todo el Logos — ciertos cuestionamientos simplemente no pueden ser respondidos por esta herramienta.


Olvidamos también que incluso nuestros más distinguidos científicos están bajo el paradigma de un contexto social y político, y tanto ahora como en el pasado y futuro, la ciencia ha sido utilizada por políticos inescrupulosos que buscan forzar ciertos resultados, ignorar ciertas conclusiones y abusar del consenso dentro del gremio de expertos. La ciencia puede estar al servicio de la humanidad, pero también puede estarlo de regímenes autoritarios como cuando Trofim Lysenko asumió la dirección de la Academia de Ciencias Soviética, causando no solo una purga del conocimiento científico aplicado que no estuviese a la merced de la ideología Stalinista, sino también las bases para una de las hambrunas más grandes de la historia.


Podemos enceguecernos al ignorar la lucha constante que debe realizarse desde la academia, la técnica aplicada y el ciudadano promedio en búsqueda de la Verdad. Si bien la ciencia es una herramienta esencial, no hay que olvidarse del poder que tienen las artes y la filosofía para encontrarla en su sentido más amplio. No las guardemos en la oscuridad, pues como hemos sido portadores del fuego que trae la luz, ahora debemos iluminar no solo la realidad natural sino la realidad metafísica que se encuentra agonizando desde hace ya unos siglos, llenándose de moho en el frío de una caverna a la que a duras penas entra un poco de luz.


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