Por José Pablo Sánchez Cardona
Cuando el editor de esta revista me pidió que escribiera para ustedes, amantes del sentido común, me sentí honrado y cuando me dijo que quería que escribiera sobre la amistad me entusiasmé bastante. Sin embargo, luego, pensando en el tema, me dije a mí mismo: “¿qué rayos voy a decir sobre la amistad si jamás lo he pensado tanto y puedo contar a mis amigos con los dedos?”
Así pues, me embarqué en esta aventura de escribir desde el corazón, con honestidad y sin pretender asombrar a nadie. Sencillamente les hablaré a todos ustedes, queridos posibles nuevos amigos y lectores, sobre lo que he vivido y lo que he reflexionado.
Hay diversas definiciones y fuentes etimológicas que dibujan al amigo como un guardián del alma, otras como alguien sin egoísmo hacia el prójimo, , o la definición formal de amistad, que nos dice que es un afecto personal, puro y desinteresado hacia otra persona que se fortalece con el trato.
Ahora, creo que estas referencias sobre lo que la amistad es no son del todo malas. Sin embargo, me parece que están incompletas porque la amistad tiene un elemento que trasciende al lenguaje y que, por ende, le impide al lenguaje capturar toda su esencia. Se acerca, va en la dirección correcta, pero al final se queda corto.
La amistad es algo que busca capturar el corazón y abrirnos a las experiencias más profundas de la vida, al significado de ser humano, a la posibilidad de integrarnos a la familia extendida a la que todos pertenecemos.
La amistad es algo a lo que uno se puede negar. Se puede cerrar el corazón y no dejar que nadie entre ni vea, no dejar que nadie lo ame y a su vez no amar a nadie en realidad. O bien, se puede dejar que la amistad (y el amor que la acompaña) entren, pero solo hasta la sala de estar, no más allá. Y eso no es amistad. Es, quizá, solo cordialidad, un poco de hospitalidad.
Tenía mis razones para negarme, para haber construido una armadura de acero difícil de penetrar alrededor de mi alma que impedía a cualquiera que no fuera mi orgulloso corazón que la custodiara. Pero no voy a entrar a hablar sobre eso, esos detalles los leen en mi autobiografía no autorizada o cuando se filtre mi expediente psicológico.
Cuando uno cierra su corazón al regalo de la amistad y no permite que otra alma lo abrace, lo apoye, lo ilumine y lo rete, se pierde una parte esencial de ser humano que es la conexión. Se deja de pasar por esa puerta que nos lleva a pertenecer a alguien más fuera de nosotros mismos y se comienza a recorrer el solitario camino de la amargura, el árido desierto de la soledad.
Hoy en día hay predicadores de la soledad que pregonan con orgullo el evangelio del individualismo, diciendo que a esta vida se llega solo y se va solo, que lo más importante es la cantidad de bienes que acumulemos, la cantidad de escalones corporativos que se escalen y que todos, desde abajo, vean como nos alzamos en nuestros propios términos y con nuestras propias fuerzas. Pero la verdad es que, como me dijo una vez mi amiga Clara, “no venimos solos, ni nos vamos solos de este mundo. Llegamos a él viniendo de las entrañas de otro ser humano y nos vamos de este plano fundiéndonos en las entrañas de la tierra y del todo”.
Si bien nunca me suscribí conscientemente a la idea de llegar e irnos solos, sí vivía como si no hubiera personas a mi alrededor que pudieran o quisieran amarme… me perdí de mucho, por mucho tiempo y lo lamentaré por siempre.
Me perdí por años la posibilidad de sentir el calor del amor de otras personas que, viéndome como soy, se atrevieron a abrazarme. Perdí la posibilidad de aprender a amar y dejar que mi corazón de piedra se convirtiera en uno de carne y comenzara a latir y, así, yo poder empezar a vivir. Perdí la posibilidad de conocer el mundo a través de otras almas y de aprender de ellas. Me perdí, por mucho tiempo, de la experiencia de ser verdaderamente humano, de ser hijo, de ser amigo.
Cuando decidí abrir mi corazón y tratar de recuperar el tiempo perdido, me di cuenta de que, como los mejores tesoros de la vida, las amistades más valiosas se encuentran en los lugares más inesperados y uno debe mantener su corazón abierto, listo, perceptivo para encuentros con almas mandadas del cielo, pero en presentaciones completamente contrarias a las que uno esperaría.
Pensaba que las mejores amistades que encontraría serían con personas muy similares a mí. Como cristiano nunca pensé encontrar amigos en personas no cristianas, o con cristianos de tradiciones distintas a la mía. No fue así. Encontré un refugio en amistades que no me veían por las diferencias que teníamos, quizá ni siquiera por nuestras similitudes, sino solamente por la persona que soy. La realidad es que las amistades más sinceras las he encontrado con personas con las que no comparto casi nada, sólo lo más importante: un amor hacia los que nos rodean y un amor profundo a la fuente de todo amor.
Aprendí a amar y aprendí a ser amado. Aprendí que eso significa ser amigo.
Gracias a todos los que han sido parte de este proceso en el último año. Gracias Sofía, David, Jasso, Alina, Clara, José David, Mariano, Santiago, JJ, Nelson, Dina, Raúl, Arturo, Rosario, Alejandro, Pablo, Majo, Javier, Esteban, Judas y Leo. Aunque no hablo con todos ustedes todos los días, me han enseñado lo que es ser amigo y pertenecer.
Los llevo conmigo a donde quiera que vaya, gracias por ser, gracias por estar.
Su amigo,
José Pablo Sánchez Cardona.
🤩🤩🤩🤩
Afortunada yo, de tener un amigo como José Pablo